El inicio del mes de febrero marca los festejos del mundialmente célebre Carnaval de Río de Janeiro.
Con ese motivo la ciudad recibe cerca de un millón de turistas que asisten incentivados por la popularidad de las fiestas.
Todo el interés está centrado en el desfile de las escuelas de samba consideradas, desde hace años, como patrimonio cultural de Brasil.
Cada una de ellas gasta muchos miles de dólares con la finalidad de preparar las mejores representaciones para consagrarse como ganadora.
Algunas llegan a tener hasta seis mil bailarines que alternan y acompañan a las ocho gigantescas carrozas que es el máximo que puede presentar cada agrupación.
La música, la algarabía, el color y el ritmo frenético de danzarines hombres y mujeres se concentran en el Sambódromo, con capacidad para setenta mil espectadores.
Se trata de un corredor exclusivo, de setecientos metros de extensión, con graderías de cemento a los costados, diseñado por el arquitecto Oscar Niemeyer.
Los trajes, las escenificaciones y el entusiasmo que ponen los participantes, son factores determinantes para llevarse el triunfo.
Sin embargo, la portentosa celebración posee atractivos propios y característicos, que le otorgan un sabor especial.
Es el caso del desnudo absoluto que, a pesar de estar prohibido, no deja de presentarse en todas las ediciones.
Como aquella ocasión en que una escultural bailarina perdió la parte inferior del bikini debido a sus vibrantes y llamativos movimientos.
Y allí también radica la fama del Carnaval de Río. Que jamás está despojado de sensualidad, erotismo y desnudos. Aunque sea por casualidad…
